El frío, la lluvia y sus recuerdos, para nada ayudaban a sus viejos huesos, era como si le apuñalaran el alma. De nuevo la abrazó, buscando en ella su calor, esa calidez que en ocasiones le brindó y que le hacían sentir que estaba vivo, que podía vivir. Rosita, la niña de sus ojos, se dejó abrazar, le acarició las manos, la cara, le sonrió y con voz tímida susurró: no volverá...pero estoy yo. Sueños en la vejez